7 jun 2018

¿Quiénes serían?



Por los años de 1821 vivían en Bogotá en una espaciosa casa del camellón de Las Nieves, sitio en ese entonces poco frecuentado, muy medroso y asiento obligado de toda clase de creaciones fantásticas y sobrenaturales, una respetable familia compuesta de una viuda, su hijo que a la sazón seguía los estudios de medicina y tres primorosas niñas que fueron en esa época maravilla del barrio de Las Nieves y ornato de la sociedad santafereña.

Habiendo tenido necesidad el joven estudiante de hacer un viaje a una de las poblaciones de Boyacá con el objeto de ventilar algunos asuntos de familia, quedaron solas la madre con las tres hijas; como la reputación de su barrio era entonces tan poco ejemplar, las pobres señores tomaban al acabar el día todas las precauciones para asegurarse durante la noche una tranquilidad relativa, cerciorándose personalmente de estar bien corridas todas las cerraduras y las indispensables trancas de la puerta de la calle y las de los pasadizos que comunican con el interior de la casa, requisa que practicaban después de haber rezado el rosario a la Santísima Virgen, por el pronto regreso del viajero, e innumerables oraciones a todos los santos del cielo para que las protegiera de los posibles asaltos de los vivos y de los muertos.

Con tan piadoso arsenal se retiraban medianamente tranquilizadas al dormitorio común a tratar de conciliar un sueño esquivo y casi siempre acompañado de pesadillas, de sobresaltos y de angustia.

Júzguese, pues, cuál sería el espanto de las pobres mujeres, cuando una noche se despiertan con el ruido de fuertes y rápidos pasos que indicaban la presencia, en los corredores de la casa, de dos o más personas. La madre, mujer valerosa y de. sangre fría, no quiso encender la luz, y después de reforzar la puerta del aposento con una barra de hierro, se rodeó de sus tres hijas, presas de las mayores congojas, e invocando en su ayuda a toda la corte celestial se resignó a esperar los acontecimientos, temiendo a cada momento que la puerta fuera forzada y ser víctima de los ataques de los desalmados de afuera. Las niñas, por su parte, llenas de terror y casi desvanecidas, se figuraban a cada instante que la puerta, sin abrirse, daría paso a espantables fantasmas adornados con idos más horribles atributos que pueden forjar imaginaciones tímidas y sobreexcitadas por los más grandes de los miedos.

Y no era para menos, porque entre tanto, en la parte de afuera sucedían cosas extraordinarias; ya no se oían en el patio las carreras del principio; pero en el corredor ancho, al cual daba la puerta de la pieza en donde estaban las aterrorizadas señoras, se oía el ruido propio de una lucha terrible entre un hombre que se defiende contra dos o tres que lo atacan: pisadas fuertes, carreras pequeñas y cortadas, grandes empellones contra las paredes y contra la misma puerta, que hubiera cedido a no ser por la barra que la reforzaba; golpes violentos y de vez en cuando roncos, gritos inarticulados, todo indicaba una lucha mortal.

Con el oído atento y con el ánima en los labios, las señoras podían seguir todas las peripecias del horrible combate que tenía lugar en el corredor; lo que iban oyendo les indicaba que la víctima, debilitada no hacía ya grandes esfuerzos en la defensa, que los agresores apuraban el ataque, en el cual a cada momento ganaban terreno; después la lucha cambió de aspecto: se sentía como si un hombre caído al suelo hiciera los últimos y más enérgicos esfuerzos para prolongar un combate sin misericordia; después un silencio absoluto reinó por cortos instantes, silencio lúgubre y aterrador que fue interrumpido por las ligeras pisadas de hombres que se alejaban como con una carga a cuestas; después, nada más.

Al apuntar el día la madre corrió a abrir la ventana que da a la calle y la luz que inundó la pieza, no fue suficiente para devolver alguna confianza a los aterrados espíritus de las pobres mujeres que creyeron morir de angustia en el curso de la noche. Ninguna de ellas se atrevía a abrir la puerta de la pieza en donde estaban. Afortunadamente la madre vio desde la ventana a un joven amigo y condiscípulo de su hijo que a esa hora iba para sus clases; lo llamó, en breves palabra le refirió algo de lo acontecido y le entregó la llave de la puerta de la calle, suplicándole abriera y entrara a la casa.

El estudiante, acompañado por un carpintero de la vecindad y por alguna gente que ya transitaba por la calle, procedió a abrir y forzar las puertas hasta llegar a la de la pieza en donde estaban encerradas la madre y las hermanas de su amigo, quienes quitando la barra y abriendo la puerta salieron al corredor con el inmenso placer de quien ve la luz del sol después de estrecha y larga prisión. Pero, cuál sería su pasmo, lo mismo que el de los demás presientes, cuando por todas partes vieron las huellas del encarnizado combate. En el jardín todas las matas revueltas y tronchadas, regueros de sangre en todas direcciones, en el corredor ancho, y cerca de la puerta del dormitorio, estampadas en la pared tres o cuatro manchas de manos ensangrentadas y, por último, en el centro del patio, al pie de un árbol, una gran charca de sangre.

Indudablemente, durante toda la noche se había cometido allí un horrible crimen.

¿Quiénes fueron los asesinos? ¿Quién la víctima?

¿Por dónde entraron a esa casa y por dónde salieron?

¿Por qué no se oyó ni un grito de auxilio, de socorro y los gritos que se oyeron eran como los de una persona que hubiera perdido el uso de la palabra?

Misterio fue éste, que no pudo descubrir la policía de la época, a pesar de las activas pesquisáis que emprendió .

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