Un día, sin embargo, Laura se levantó más tarde que de ordinario; apenas quiso probar nada del modesto almuerzo y ni una sola canción se le oyó durante toda la mañana; cuando después de la comida su padre le hizo notar su distracción en que parecía sumida, ella hizo un esfuerzo para sonreírse, colgó sus manos de los hombros de Gaspar alzándose de puntillas para besarle en la boca y echó a correr hacia su cuarto dejando escapar sus primeras lágrimas a duras penas contenidas.
Aquella noche, cualquiera que a las doce hubiera pasado por el camino, habría visto en la más alta ventana de la casa, medio oculta tras la multitud de flores que sobre el alféizar se apoyan, una blanca figura con la mirada fija en el horizonte y las blancas manos cruzadas y caídas sobre su falda: era Laura que comenzaba a comprender demasiado tarde la amargura de la vida y sufría las consecuencias de su buena fe; era Laura, de cuyos párpados había huido el sueño, ese sueño tranquilo de la inocencia, tal vez para siempre.
Cuando las primeras luces del alba arrancaron a las montañas la negra túnica con que durante la noche se habían envuelto, la muchacha secó sus mejillas y asomando otra vez la sonrisa a sus labios preparase a ofrecer el vaso de vino a sus parroquianos. Al separarse de la ventana las flores plegaron sus pétalos entristecidos; aquella noche había sido la primera noche que su dueña se olvidó de regarlas.
Pasó algún tiempo y la murmuración fue haciendo presa en la familia de la venta. Cuando los caminantes desataban las bestias de las anillas de la tapia y seguían en su ruta solían oírse diálogos como estos: ¿Qué te parece, Jaime? ¿será verdad lo que dicen?
Hombre yo no sé, pero a Laura la pasa algo. ¡Eso es indudable! Ella ha ido perdiendo poco a poco el color de sus mejillas, ya no se la oye nunca cantar y cuando la decimos lo que todos los hombres dicen a las muchachas buenas y bonitas calle y se sonríe, de un modo que parte el corazón al mirarla.
Podrá ser verdad que su padre se haya empeñado en casarla con ese viejo judío que presta dinero a los nobles, pero Gaspar es rico y quiere demasiado a su hija para venderla de ese modo; yo creo que es otra cosa lo que la muchacha tiene. ¿Qué crees, que está enamorada?
Eso, pero no enamorada como Dios manda, porque entonces estaría contenta y alegre, en vez de estar triste y pesarosa… ¿Tú no te acuerdas de un muchacho, alto, sin pelo en la cara, que hace dos o tres meses venía todas las tardes al ponerse el sol a la venta, y que pasaba como criado de los condes de Gama? Yo no sé por qué, pero nunca he creído que lo fuese; siempre que le observaba veía, a través del tosco paño que le cubría, algo que él tenía interés en ocultar; a mí me ha parecido siempre que Martín, como él se llamaba, no era el hijo del pueblo criado en la calle, pobre de saber y de fortuna, si no el hijo del noble, educado en los salones, y corrompido y viciado, como casi todos los de su clase; y es más, para mí ese Martín no sólo llegó a interesar a Laura sino que después de conseguir su deseo se ha burlado de ella, riéndose de sus lágrimas. Y no creas que es el despecho por sus desprecios el que me hace hablar así, no. Una tarde, yo estaba arreglando un poco el aparejo de esta mula; Martín, sentado en el poyo de la venta golpeaba, como aburrido, con las uñas de su mano la tripa del jarro que con la izquierda sustentaba, y Laura, de pie, apoyada contra el marco de la puerta, miraba distraída las azuladas venas de su mano; de vez en cuando, él cesaba de golpear, alzaban ambos la cabeza y se encontraban sus ojos; una de esas veces, yo también alcé la mía, y por entre las dos orejas de la mula, vi lo que nunca he podido apartar de mi imaginación; ella estaba mirándole, pero no con esa mirada tranquila que todos conocemos; tenían sus ojos esa expresión que yo sentí el amor y los celos al mismo tiempo; sus labios se movieron como si articulasen una súplica, sin que llegase la voz a mi oído, y entonces Martín, murmuró algo que yo no pude entender, pero que dejaba adivinar el desdén y el hastío. Cuando le vi dirigirse hacia el interior del corral, cantando, mientras ella volvía a inclinar la cabeza hacia el suelo conteniendo una lágrima, créeme Jaime, le hubiera despedazado entre mis manos. Desde ese día, ni Martín ha vuelto a aquella casa, ni el color a las mejillas de Laura, pero en cambio, ella está ojerosa y triste, y en la venta ni a los pájaros se les oye cantar.
¡Pobre muchacha!
Ambos callaron, y arreando a las caballerías continuaron silenciosos su camino. Qué había sucedido mientras tanto en la familia de la venta? Lo que el amigo de Jamie había sospechado en verdad.
Laura, fiada en la promesa de Martín; había esperado en vano su vuelta; pero los meses iban sucediéndose unos a otros y las consecuencias de su falta comenzaban a hacerse visibles. Iba a llegar un día en que fuera posible ocultar por más tiempo su estado y Laura sabía que entonces su anciano padre moriría de vergüenza. ¡Cuán amargos pasaron aquellos días para ella!
Una mañana, cansada de luchar y decidida a todo, llamó al mozo de la venta; él era el único que conocía aquellos amores: criado desde niño en aquella casa, era para Laura como hermano. Antón fue a la ciudad y pasó en ella casi todo el resto del día. Cuando al caer la tarde volvía a la casa, Laura, que le esperaba en la puerta, se adelantó a recibirle: ¿Qué has averiguado? –le dijo:
No lo quieras saber, Laura.
Martín te ha engañado miserablemente. Ni es servidor de los condes de Gama, ni ha permanecido en Toledo más tiempo que el necesario para perderte: hijo de una de las más nobles familias de Valladolid, hace dos años partió a su patria y desde entonces no ha vuelto a saberse de él. ¿Quieres creerme? Cuéntale a tu padre tu desgracia; te ama demasiado para no perdonarte; mientras tanto y oiré a buscarle y ¡ay de él! Si se niega a cumplirte en promesa.
Laura inclinó la cabeza y guardó silencio.
Se ignora si la hija del ventero, siguiendo el consejo de Antón, contó a su padre la historia de sus tristes amores; sólo se sabe que cuando a la mañana siguiente, asustados por su tardanza, llamaron a su cuarto, estaba muerta.
Aquél mismo día, cuando el cadáver de Laura salió al camino entre una multitud que lloraba su muerte, las puertas de la venta se cerraron para siempre. El ventero, triste y cabizbajo siguió al fúnebre cortejo de su hija, sin que desde entonces haya vuelto a aparecer por aquél sitio.
Algunos días después, el ermitaño de la Virgen de la Cabeza, concluida la fiesta de Polán, volvía a su casa contento y legre: como la noche estaba hermosa y la luna iluminaba espléndidamente la tierra, había aprovechado aquellas horas para tornar a su ermita, y ya estaba cerca de ella cuando al llegar al sitio en donde arrancaba el camino que conduce a la Virgen del Valle no pudo menos que detenerse asombrado; en el silencio de la noche le había parecido oír una voz que desde la venta entonaba un cantar; él sabía que aquella casa estaba desierta y por eso no dejó de extrañarle; adelantase algunos pasos, puso la mano en su oído para recoger mejor los sonidos y prestó atención: el cantar volvió a repetirse, pero el ermitaño sólo pudo oír de él los dos últimos versos que decían:
Él me prometió venir
Y cumplirá su promesa.
No cabía duda, aquella voz era la de Laura, él la había oído tantas veces que no podía confundirla con ninguna otra. Cuando la última palabra de la canción se perdió en el espacio, el buen hombre sintió correr un sudor frío por todo su cuerpo, sus piernas comenzaron a temblar y casi estuvo a punto de caer al suelo desfallecido; sin embargo, hizo un esfuerzo, venció algo el miedo que le dominaba y se adelantó algunos pasos más; la luna iluminaba la fachada de la venta; a su puerta, sentada en la orilla del banco de piedra que corría a uno de los lados de la casa, apoyado su cuerpo sobre el brazo, la cabeza hacia atrás y sus hundidas pupilas fijas en el espacio, había una mujer; no bien el ermitaño la distinguió exhaló un grito y echó a correr en dirección contraria a la que hasta entonces había seguido, hasta que desfalleció y horrorizado dio con su cuerpo en mitad del camino.
Desde entonces nadie se atrevía a cruzar por aquellos alrededores mientras la noche envolvía con las sombras la ciudad, y aun los que durante el día pasaban por la venta, supersticiosos todos, se santiguaban al llegar a su puerta, sin tener valor aún de volver hacia ella la cabeza.
La Venta del Alma, como siguió llamándose desde aquél día, fue durante mucho tiempo el terror de la comarca.
Pasó un año; ya la gente comenzaba a olvidar a Laura, cuando una noche los dueños de la otra venta que a alguna distancia de la del Alma se había levantado, sintieron el galopar de un caballo por el camino: lo avanzado de la hora y el temor que al alma de Laura tenían los toledanos, hizo que se asomasen a la ventana alarmados; pero cuando lo hicieron, cabello y caballero se perdían en uno de los recodos de la carretera.
Las puertas de la ciudad estaban cerradas; por allí cerca no había ninguna casa a donde pudiera ir; sin embargo, el caballero no volvió durante largo rato que estuvieron esperando y los venteros tuvieron que meterse otra vez preocupados en la cama.
A la mañana siguiente la población se levantó horrorizada; a la puerta de la Venta del Alma había un cadáver. Los que antes le habían visto no pudieron menos de reconocerle; era Martín. Ni una sola herida tenía en todo su cuerpo, ni había señales de estrangulación en su garganta; los hombres de ciencia declararon que había muerto de no sé qué cosa que ellos sólo, indudablemente, entenderían; pero lo más extraño era que, según la misma declaración, la muerte de Martín había sido producida dos o tres días antes de encontrarse el cadáver.
¿Quién le dejó allí? Nunca ha podido averiguarse.
Unos decían que Gaspar había vengado de ese modo la deshonra de su hija; otros, tal vez más acertados, suponían que Antón había llevado a cabo su ofrecimiento a Laura: lo único que había de cierto era el cadáver a la puerta de la venta y que el alma de Laura no volvió desde entonces a aparecer por sus alrededores.
Martín prometió volver y cumplió su promesa.
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