Rafael y Rosario se quedaron un poco pensativos al oír las palabras de su madre, que su padre había escuchado aprobándolas con signos de afecto, porque como los niños habían estado separados hasta entonces, desde la edad de cuatro años, se puede decir que apenas se conocían, y ni siquiera tenían idea el uno del otro; pero como sus almitas eran gemelas, exactamente iguales en sentimientos e inteligencia, y la diferencia y desconocimiento mutuo provenía de la naturaleza, sino del molde en que los habían tenido sujetos, así que sus ojos se encontraron, brotó de ellos una chispa de generosa abnegación, y casi al mismo tiempo dijeron ambos:
No tengas cuidado, mamá, que, aunque no nos dierais la casa de muñecas, te prometemos a ti y a papá no separarnos en la vida, porque nos queremos mucho.
Conocieron los padres de Rafael y Rosario cuán entusiasta y sincera era la promesa, al par que cuán difícil de cumplir, teniendo en cuenta las opuestas costumbres adquiridas en el tiempo que estuvieron sus hijos fuera de la casa, y exigieron de los niños que rectificasen la promesa de unión, haciéndola exclusiva a todo lo que se relacionase con la casa de muñecas: una vez que ambos niños estuvieron conformes en cumplir lo ofrecido, abrieron de par en par la puerta del salón.
¡Qué espectáculo tan hermoso se ofreció entonces a los dos hermanos! La sala, que era inmensa, había sido forrada de zinc y sus paredes pintadas figurando ramaje; el techo representaba el cielo, y en uno de sus extremos se alzaba una casita de unos tres metros de largo por dos de ancho y otros dos de altura; sobre el zinc se había echado tierra y toda la sala estaba convertida en una preciosa quinta o casa de campo, que ahora vamos a describir.
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