Otra de las leyendas famosas que encontramos en la ciudad y que escribió Gustavo Adolfo Bécquer. Ubicada en el convento de San Pedro Mártir, hoy en día facultad de Derecho y Empresas, perteneciente a la Universidad de Castilla-La Mancha. También nos gusta destacar que, en su interior, tenemos enterrado a otro importante literato: Garcilaso de la Vega. Se encuentra en la iglesia del convento, lugar donde encontramos otros enterramientos y donde se ubica la leyenda que pasamos a narrar.
Cuando el ejército francés de Napoleón invadió la ciudad de Toledo 1808-1812, empezaron a ocupar lugares donde acomodarse en la ciudad, entre ellos, conventos e iglesias. Un grupo numeroso de soldados fue alojado en el Convento de San Pedro Mártir, uno de los edificios más grandes de la ciudad, ubicado en pleno centro, no muy lejado de la Catedral. Allí pasaron la primera noche.
A la mañana siguiente, el capital de esta tropa que se alojaba en este convento, se citó en la plaza de Zocodover para encontrarse con otros compañeros de promoción, que sabían que se encontraba en Toledo. Al preguntarles estos qué tal había pasado la noche, el capitán les dijo que había sido larga, que no había podido dormir por culta de estar al lado de una bella dama, una mujer que se encontraba inmóvil ante el durante toda la noche y que ni veía, ni hablaba ni escuchaba. Estaba claro, que se refería a una escultura de mármol pero que, debido a la perfección de su escultor a la hora de tallarla, parecía que cobraba vida. Las carcajadas resonaron en toda la plaza de Zocodover, y todos quedaron en ir esa noche a que les presentara a esa bella dama.
Llegado el momento del encuentro, todos fueron a la iglesia del convento donde se alojaba el capitán y el resto de la tropa. Encendieron fuego en el centro, pues la noche era bastante fría y, abriendo unas cuantas botellas de vino, se disponían a pasar la noche.
Cuando el vino hizo sus efectos el capitán, medio tambaleándose, se dirigió al sepulcro de piedra de su amada, doña Elvira. Bebió un sorbo más del vino y, sin pensárselo, acercó sus labios a los fríos labios pétreos de doña Elvira. Sus compañeros le avisaron que dejara de jugar con los muertos y les dejara descansar.
Justo en el momento que sus labios se rozaron, la mano pétrea de la estatua del guerrero que había al lado le golpeó tan fuerte que salió disparado contra el suelo. El guerrero era su esposo y, ambos, descansan juntos para la eternidad en la iglesia del Convento de San Pedro Mártir.
Cuando el ejército francés de Napoleón invadió la ciudad de Toledo 1808-1812, empezaron a ocupar lugares donde acomodarse en la ciudad, entre ellos, conventos e iglesias. Un grupo numeroso de soldados fue alojado en el Convento de San Pedro Mártir, uno de los edificios más grandes de la ciudad, ubicado en pleno centro, no muy lejado de la Catedral. Allí pasaron la primera noche.
A la mañana siguiente, el capital de esta tropa que se alojaba en este convento, se citó en la plaza de Zocodover para encontrarse con otros compañeros de promoción, que sabían que se encontraba en Toledo. Al preguntarles estos qué tal había pasado la noche, el capitán les dijo que había sido larga, que no había podido dormir por culta de estar al lado de una bella dama, una mujer que se encontraba inmóvil ante el durante toda la noche y que ni veía, ni hablaba ni escuchaba. Estaba claro, que se refería a una escultura de mármol pero que, debido a la perfección de su escultor a la hora de tallarla, parecía que cobraba vida. Las carcajadas resonaron en toda la plaza de Zocodover, y todos quedaron en ir esa noche a que les presentara a esa bella dama.
Llegado el momento del encuentro, todos fueron a la iglesia del convento donde se alojaba el capitán y el resto de la tropa. Encendieron fuego en el centro, pues la noche era bastante fría y, abriendo unas cuantas botellas de vino, se disponían a pasar la noche.
Cuando el vino hizo sus efectos el capitán, medio tambaleándose, se dirigió al sepulcro de piedra de su amada, doña Elvira. Bebió un sorbo más del vino y, sin pensárselo, acercó sus labios a los fríos labios pétreos de doña Elvira. Sus compañeros le avisaron que dejara de jugar con los muertos y les dejara descansar.
Justo en el momento que sus labios se rozaron, la mano pétrea de la estatua del guerrero que había al lado le golpeó tan fuerte que salió disparado contra el suelo. El guerrero era su esposo y, ambos, descansan juntos para la eternidad en la iglesia del Convento de San Pedro Mártir.
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