Un matrimonio tuvo un hijo al que llevaban mucho tiempo deseando. A poco de nacer, los padres sintieron curiosidad por conocer el destino del niño y decidieron consultar con un adivino de mucha fama en el lugar por lo atinado de sus predicciones.
El adivino estuvo muy ocupado llenando papeles con signos extraños y al final les dijo:
-Su hijo estará lleno de virtudes y vivirá feliz y contento hasta los veintiún años en que, por algún suceso que no logro ver con claridad, lo ahorcarán.
Los padres maldijeron el día en que se les ocurrió consultar con el adivino, pero ya no podían dejar de pensar en la predicción y el pensamiento les ensombrecía la existencia y no conseguían apartarlo de su mente.
El niño se crio estupendamente y, a medida que creció, resultó ser honrado y trabajador y buen hijo con sus padres, por lo que a éstos no hacía sino aumentarles la tristeza. Y ya estaba a punto de cumplir los veintiún años cuando una noche encontró a sus padres llorando en silencio y, como ya había observado su tristeza anterior, esta vez les preguntó qué les ocurría. Entonces le contaron lo que el adivino había predicho.
Y el muchacho les dijo:
Pues no os preocupéis más. Mi iré a correr mundo y cuando vuelva veréis que la profecía era mentira.
Y por más que los padres pretendieron disuadirle, el muchacho se empeñó en partir y sus padres hubieron de resignarse a no verlo más.
A la mañana siguiente, antes de salir, la madre le entregó un devocionario con este ruego:
-No te separes nunca de este libro, y en cada lugar adonde llegues, oye la primera misa que se diga. Prométemelo y que Dios te proteja.
Así lo hizo el muchacho y se puso en marcha. Y ese día era el día de Todos los Santos.
Pronto llegó a un pueblo donde decidió pasar la noche. Y habiendo tomado cama en la posada, preguntó al posadero:
¿Cuándo es aquí la primera misa?
Y le dijo el posadero:
La misa del alba es a las seis; pero como mañana es el día de Difuntos, la primera misa es a las doce de la noche. Es una misa misteriosa, pues no se sabe quién la dice ni nadie acude a ella.
Y dijo el muchacho, recordando su promesa:
Pues yo voy a oír esa misa.
Así que habló con el cura del pueblo y le contó lo que le habían dicho. Y dijo el cura:
Yo no creo lo que se dice en el pueblo e iré a decir la misa a las seis de la mañana, pero si es tu voluntad, aquí te dejo las llaves de la iglesia para que puedas entrar en ella y esperar hasta la misa del alba.
El muchacho cogió las llaves y aguardó en la posada hasta un poco antes de las doce. Entonces se dirigió a la iglesia, abrió la puerta y se sentó en un banco a esperar.
A las doce en punto sonaron las campanas y vio que una losa se levantaba en el centro de la iglesia y de ella salía un cura. El cura se dirigió a la sacristía y a poco volvió a salir revestido para decir misa y con un cáliz en las manos. Entonces vio al muchacho y le hizo una seña para que se acercara y éste se fue a donde el cura y le ayudó a decir misa. Y terminada la misa le dijo al muchacho:
Yo fui cura de este pueblo y, por mis culpas, era un ánima en pena hasta que tú, ayudándome a decir misa, me has sacado del Purgatorio. Desde ahora te ayudaré en todo lo que necesites. Que Dios guíe tus pasos.
El muchacho esperó a que el cura del pueblo llegara al alba, le devolvió las llaves y se marchó del lugar. Estuvo caminando todo el día y al caer la tarde vio las luces de un pueblo en la lejanía y se apresuró a dirigirse a él; pero en ese momento se le apareció el alma del cura y le dijo:
Toma este caballo que te doy y esta bolsa con dinero y vuelve a casa porque tu madre no hace más que llorarte pensando que ya has muerto. No temas nada, que yo te defenderé.
Desapareció el alma del cura y el muchacho estuvo dudando entre seguir buscando un poco de aventura o regresar ya a su casa, pero como estaba impresionado por la aparición del cura decidió seguir su consejo y se puso de vuelta. Y éste era el día en que cumplía los veintiún años.
E iba por el camino con el caballo al paso, tranquilamente, en mitad del silencio de la noche, que ya había caído, cuando le pareció escuchar voces y, desmontando, decidió averiguar a quién pertenecían. Llevó el caballo de las riendas hasta donde se oían las voces y a poco escuchó con claridad:
Esto te toca a ti, esto te toca a ti, esto a ti y todo esto es para mí -decía uno.
Este reparto no me parece bien -dijo otro.
-Pues bien o mal, así es -dijo otro.
Porque eran cuatro ladrones que se estaban repartiendo el botín obtenido con sus asaltos en ese día.
El muchacho se acercó tanto a ellos que los ladrones lo sintieron, mas al escuchar los cascos del caballo pensaron que sería la guardia que los había descubierto y echaron a correr abandonándolo todo.
Así que el muchacho fue a ver lo que allí había y encontró cuatro sacos llenos de oro y objetos valiosos; y dejó los objetos, pero tomó el oro, lo cargó en las alforjas y se alejó tan contento pensando en la buena fortuna que había tenido justo el día en que cumplía los veintiún años.
Mas no bien hubo avanzado un tanto cuando los cuatro ladrones le salieron al paso diciendo:
¡Alto ahí! ¡Ése es el que nos ha robado!
Y uno sujetó el caballo, otro le echó a tierra, otro le golpeó, otro le ató y entre todos le colgaron de la rama de un árbol, le arrebataron cuanto llevaba encima, además del caballo, y le dejaron expuesto a las fieras del bosque.
El muchacho se dispuso a morir y ya estaba encomendando su alma a Dios y pensando también en sus pobres padres cuando escuchó el galope de un caballo que se detuvo ante él, y en él venía el alma del cura, que le descolgó y le dijo:
Monta este caballo y no pares hasta llegar a tu casa, que ya ha pasado tu día, pero tus padres te están llorando.
Conque el muchacho emprendió el galope y al alborear llegó a casa de sus padres, que ya le daban por muerto; y en cuanto le vieron llegar, cambiaron su llanto por lágrimas de alegría y ya no volvieron a sentir tristeza por el resto de sus días.
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