En la aislada caseta del guarda de agujas, solo sus vencidas ventanas mordían el viento al paso entre sus cristales.
Su oxidada maquinaria no sabía muy bien cuál sería su definitivo destino.
Frio, lúgubre, atravesado por algún halo de luz, la alfombra de papel invitaba a no hacer ruido en la sala de espera.
Fuera toneladas de hierro inmóvil, recuerdo de quien llevo la prosperidad a otras tierras, ahora lienzo para la vergüenza de quien escribe en sus cuerpos agonizantes.
Y allí quedaron despidiendo al horizonte los que todavía moraban cuidando el olvido de aquella bonita estación.
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