No sabe lo que es vida quien en ti no reposa,
Rioja, de tan abierta, secreta y misteriosa,
sabor de los sentidos confirmando a la rosa,
estribo de Los Ángeles que alzan a la Gloriosa.
Sí. Yo también quisiera loarte y romanzarte
y, sin pedir ni un sorbo al rubricar mi encarte,
¿un cantar? No, un decir, un dictado rezarte,
rozarte en vuelo bajo, tus registros pulsarte.
Un ábaco mis sílabas, tetragrama y razón.
Juan, Gonzalo, acorredme. Dobles de corazón,
bailas y semitonos de tan pausado son
hagan bajar los párpados y enlabiar la oración.
¿Te acuerdas? Me llamaste a izar tu primavera.
Ya verdeaba el soto su niebla tempranera,
y cantaban juglares su rima porque era
desde el balcón la hoja logroñesa y puntera.
Provincia prometida: mía al fin. Calendario
de las cuatro estaciones en torno al campanario,
sazón, témpora y temple, mi paraíso agrario.
Monje soy sin cogulla ni becerro o breviario.
Tus alamedas músicas, tus aguas de sonata,
tus rodales romeros, tus huellas de reata,
el cáñamo apretado de mi humilde alpargata
quisiera recorrerlas en total caminata.
Que ya desde el otero tu vastedad diviso
y oigo cantar al gallo su puntual compromiso,
subido a la veleta porque la luz lo quiso.
Doce quiquiriquíes enronquecen su aviso.
Y veo a la gallina, tan medrosa y pedresa,
y, azotando sus alas vuelan una toesa
los ánades rastreros, camino de la presa
y flechan golondrinas su flecha que no cesa.
Pero, aunque me propuse no remontarme, «anda
—me tienta una voz íntima— por más alta baranda».
Pues, ¿cómo dominarte, Rioja, banda a banda,
sino a vista de águila por toda La Demanda?
Tiempo, espacio me alejan. Sierra de San Lorenzo,
que desde Urbión un día contemplé como un lienzo.
El mundo se estrenaba a mis pies: fue el comienzo
de este pasmo tan mío del que no me avergüenzo.
Qué bultos y qué angostos de virginal relieve,
qué aristas poderosas, qué olvidos de la nieve,
qué verdes, rosas, cárdenos, qué azul de cielo leve,
tan leve que en sí mismo se disuelve y se embebe.
Y bajar ya siguiendo las risas de tus ríos,
de Cameros al Ebro cantan sus desafíos,
torrentes, sombras, peces, remansos, pozos fríos.
Regatead los Siete Infantes, hijos míos.
Que el padre Ebro os llama, os urge y os devora.
Quién te ve y quién te vio en tu nacer sin hora,
cuando eras onda pura, inocencia sonora.
Quién te verá en La Rápita tragando sal traidora.
Os busco en Calahorra, aguas que memoraban.
Veo las dos cabezas mártires, navegaban
siempre a estribor por Calpe, Finisterre. Ya entraban,
horadaban la roca, en mi escudo anidaban.
Renacía el milagro a cada nueva luna,
y de los dos nombrados, el de mejor fortuna
se abreviaba en tres sílabas, ya para siempre cuna
que mece a mi poesía entre el muelle y la duna.
Quise, tierra de santos, sorguiñas y sagaces,
tierra de viña y huerta, de panes y de paces,
decirte estos loores cotidianos, solaces
de tus tercos trabajos, tus costumbres tenaces.
Te he dicho, no cantado. Cuatro bueyes araron,
no grifos de Alexandre que el cielo alborotaron.
Cuatropeas pesadas terrones desbrozaron,
vía cuaderna y ancha con el rollo asentaron.
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